Capítulo XVI. Gente sin dudas (Susana)

Susana tenía una vecina bretona que hablaba sin erres y cocinaba crepes al menos una vez por semana. Cuando los hacía, comía todo el barrio. La mujer, fusión exótica de estilos y lenguas, era dueña de una academia de idiomas a la que Pereira fue un par de años. Por compromiso y porque así caía ración doble de crepes. No aprendió francés allí, eso le llegaría después entre sábanas y hombres nativos, pero sí otra cosa: hay gente sin dudas. A La Bretona las cuestiones existenciales le importaban tan poco como la moda. Tomaba decisiones al compás, sin vueltas, sin lamentos, sin agepentimientos porque ¿pa´que? Y así Susana, siempre que tenía que decidir algo, pensaba en ella. Pero esta vez no le servían los recuerdos. Ni ninguna otra cosa.

Iba de vuelta a casa. Era tarde. Maleta sin hacer para el viaje al pueblo “de la Cruz” y billete de tren a las 7:00 de la mañana siguiente. Miraba la hilera de faros extenderse hasta el cruce más cercano. Y pensaba. Tenía el pecho aplastado por la situación y los labios, aún rojos, entreabiertos. Susana, cuando se concentraba, ya fuese en el trabajo, en los problemas o en el sexo: abría la boca.

No sabía qué hacer. La cita no había sido como esperaba. En lugar de encontrarse con la persona que había provocado tanto caos en las últimas semanas, se había dado de frente con dos circunstancias que no esperaba. La primera era aquella manera de ser feliz de Matías. Con o sin ella. Él también era una de esas personas sin dudas. Su aparición con el resto del departamento entre copas, bailes y bromas absurdas, había sido una bofetada de la realidad: él era el socio divertido, cercano, comprensivo y, pese a todo, respetado, que suponía la excepción y la clara muestra de que no era necesaria esa actitud distante y seca que ella empleaba. Porque ella lo sabía. Sabía de sus apodos, del miedo que provocaba y de la admiración que, últimamente, pensaba inútil. Pero sentirse fuera de un equipo que consideraba propio no era tan alarmante como la aparición de su agenda. Tenerla de vuelta hubiese sido un alivio en cualquier otra situación. Pero no así. No allí. No sin esperarla. No dejaba de girar en torno a la escena: ella sola en una mesa, esperando a alguien que no iba a llegar. Todos entrando por la puerta del Manila sin percatarse de su presencia. Luego Matías y la incomodidad de saberse en el lugar equivocado. Y entonces, con todo el mundo delante: el camarero dándosela. Algo era seguro: la persona que se ocultaba tras los mails estaba el día que ella la perdió. Pero… ¿quién? Y, entonces, Susana detuvo la mente en el instante en el que había cogido, impresionada, su agenda de vuelta. Aquel chico joven que no conocía y que no dejaba de agarrase, riéndose entre palabras inteligibles, a Matías, había dicho algo sobre la Moleskine negra del despacho de las flores. De pronto se alarmó: tenía que enterarse de donde salía aquel muchacho y por qué dijo aquello.

– De la vuelta.

– Pero…

– Pero nada, aquí el cliente soy yo.

– Verá, es que no puedo girar aquí y en la dirección contraría el atasco va a ser peor.

– ¿Le he preguntado por la situación del trafico? He dicho simplemente que de la vuelta.

– Mire, señora, no se piense que a mi los aires esos que tiene me achantan. Aquí el que conduce soy yo, si no le parece bien: se baja.

-Pobre desgraciado… Muy bien, aquí se queda usted con su taxi.

Soltó un billete con desprecio y salió del coche, aun maldiciendo. Media hora después, con frío, sin respuesta de Matías a sus llamadas y sin un taxi a la vista, empezó a andar en dirección al centro. Que alguien le diese otra vida… pensaba. Pero no esta… por favor, no esta.

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